Desde el piso 41 de la Torre Kempinski, Doha bulle en su efervescencia. El Mundial de 2022 ha fomentado las infraestructuras y las obras del puerto y del metro mantienen la ciudad patas arriba, como pasó con Barcelona hace treinta años. Los vista de los rascacielos que rodean mi habitación me invita a utilizar la opción “Composición trapecio” ubicada en el menú II de la E-M1 Mark II. Corrige la perspectiva y así no tengo que hacerlo más tarde.
Las inversiones previstas para el Mundial son de 200.000 millones porque todo es desmesurado en Catar. No en vano se trata del país con la renta per cápita más alta del planeta, entre 80.000 y 100.000 euros al año por persona según las fuentes; en todo caso cantidades que quitan el hipo. Y esa es una de las razones por la que me decido a visitar esta Monarquía absoluta que vivía del comercio de perlas y de la pesca no hace tantos años en el Mar Arábigo.
Volviendo al tópico del fútbol, con tanta demanda para la construcción los extranjeros ahora ganan por 8 a 1 a los cataríes, fácilmente reconocibles porque visten de blanco, de negro las mujeres, y desfilan con un porte entre el orgullo y la elegancia. El resto sigue las directrices de su cultura y se retratan frente a la gigantesca ostra con una gran perla que simboliza el crecimiento de Catar. La Perla es también un barrio de lujo con puertos olímpicos, yates que cortan la respiración y por descontado una representación más que generosa de las marcas más caras del planeta.
Otra sensación cuando visitas Doha es que estás en uno de esos puertos francos de la Guerra de las Galaxias donde conviven representantes de diferentes mundos. Se perciben tres estratos: los cataríes de nacimiento, que por su considerable poder económico es una comunidad cerrada al resto; los emigrantes cualificados, como arquitectos, ingenieros, médicos, veterinarios, etc. que están ahí porque perciben un salario por lo menos cuatro veces más alto que en su país, y la mano de obra barata, procedente de países asiáticos musulmanes y que sobrellevan el kafala[1] en condiciones cercanas a la esclavitud, si bien está abolido “oficialmente” por las denuncias de las organizaciones internacionales.
[1] El sistema de ‘kafala’, o patrocinio permite a las autoridades retener el visado de los trabajadores y exige pedir permiso a sus jefes para viajar a su país o cambiar de trabajo.
Lo que antaño era una costa totalmente plana ahora es un repertorio de rascacielos, el icono de Doha. Las barcas proponen recorridos turísticos con vistas al distrito financiero navegando desde La Corniche, el paseo marítimo, que también es el punto de encuentro para las comunidades que viven en el país. Y es que deambular es gratis cuando apenas ganas dinero[2].
[2] La diferencia entre los ingresos mensuales de unos y otros podría ser de 6.000 euros contra 300 euros, por aportar cifras orientativas. Mientras los cataríes viven en la opulencia, un millón y medio de trabajadores de bajo rango se hacinan en lugares como Labor City o Barwa Al Bahara.
Las temperaturas que superan los 40 grados en verano y el poder adquisitivo de los cataríes o de la mano de obra cualificada propician superficies comerciales como el “Villaggio”, dotado de un Gran Canal con góndolas venecianas y una pista de hielo donde está prohibido tomar fotografías porque si los patinadores se hacen selfies, otra costumbre muy arraigada, hay choques y caídas. En la entrada principal Zara y Mango dan la bienvenida a los visitantes. Muchos se pasan el día entero a salvo del bochorno exterior aunque las minifaldas de los escaparates denotan que algo está cambiando. Lo que no está claro es que las influencias de los extranjeros sean del agrado de los cataríes.
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