Catar es un país muy seguro. Mi amigo Juan Álvarez, otro joven talentoque ha tenido que emigrar lejos de España para ganarse la vida con dignidad, me cuenta que se olvidó la cámara en el zoco y cuando regresó al cabo un tiempo ahí estaba. Las mujeres dejan el bolso para reservar una mesa en las terrazas y se marchan. Es casi impensable un hurto en este país de millonarios y pobres de solemnidad. La vida es placentera desde este punto de vista.
Hay otros detalles que me atrajeron enseguida, el primero es cierta obsesión por la limpieza. Se cae un papel, sobretodo en el Zoco, y antes de que llegue al suelo lo recogen empleados que pasan el día escoba en mano[1]. Seguridad y limpieza es una buena combinación. Me recuerda a Suiza. Departo con un tunecino que vive en Zurich y que pasa las vacaciones en Doha.
[1] Su sueldo es el que está por los suelos.
-“Para trabajar, en Europa, pero encuentro a faltar el ambiente de los zocos” –me contesta.
La noche que llegué me llamaron la atención los rimbombantes juegos de colores de las farolas del camino al aeropuerto, el de los edificios y, sobretodo, el de las barcas que pasean a los turistas frente a los rascacielos, en la otra orilla de la Corniche.
Por esta razón me organizo la jornada para estar bien situado en el crepúsculo. Es viernes, la jornada festiva del Islam, y miles de personas se reúnen en el paseo marítimo. Espero que se oscurezca el cielo para que resalten los colores de las barcazas cuando, de repente, grupos de gente y una música estruendosa me llama la atención. Voy como una bala para ver qué sucede y mi sorpresa es que hay muchachas bailando en la cubierta.
Las mujeres cataríes van cubiertas y usan un nikab negro o incluso a veces se tapan el rostro con un burka, pero muchas poseen estudios superiores puesto que tanto la enseñanza, como la sanidad, y el agua y la luz, entre otros privilegios, son gratuitas para los nativos. También hacen la vida social que les apetece y van de compras, al cine, a los restaurantes, a la playa… si bien el único lugar que no frecuentan son las discotecas. De ahí mi extrañeza. Cuando me fijé en los rostros comprobé que eran muchachas asiáticas, probablemente filipinas, que trabajan de niñeras y son muy saladas. Luego cada barco se va -nunca mejor dicho- con la música a otra parte, camino de los rascacielos y del Museo de Arte Islámico, otra de las veneradas joyas de Doha.
Catar es un país en donde se ostenta. Aparte de un guepardo disecado, un halcón perfecto o pura raza árabes, no son raros los automóviles impresionantes, construidos en exclusiva para los países del Golfo. Me gustaría sugerir este boato y visitando otra de los lugares emblemáticos de Doha, el Centro Cultural de Katara, doy con una mezquita dorada, como chapada en oro, y concluyo que el color que define Catar. Solo tengo dos días y es imposible tomar la imagen con luz diurna, pero de nuevo la dominante de los faroles enfatiza la atmósfera. La imagen a 800 ISO y 1/80 de segundo es un juego de niños con la E-M1 Mark II.
A las tres de la madrugada, cuando sale mi vuelo para Sudáfrica, compruebo que el aeropuerto de Hamad es uno de los más eficientes del mundo, lo que justifica los 14.000 millones de euros que costó. En minutos facturo y paso el control de seguridad. Las colas en las entradas, al contrario, suelen ser interminables, puesto que hay que pagar una visa y eso requiere tiempo. Me despido de Juan. El sevillano fue un gran árbitro de fútbol y hablamos del Mundial del 2022, pero no lo ve muy claro:
-“El alcohol aquí está prohibido en casi todas partes. Como no haya cerveza, con temperaturas entre 40 y 50 grados, veremos cuantos aficionados vendrán…”. Los cambios que afronta el país son radicales y quizás por eso, los cataríes, contemplan con cierto pánico que se erosione su cultura.
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