Sudáfrica me recibe con un otoño moderado que invita a pasear en manga corta. Tras echarle un vistazo al vehículo que he alquilado me deslizo sobre la tapicería para introducir la llave de contacto, cuando percibo que el volante está en el lado opuesto. Empieza la ruta de los países donde se conduce por la izquierda: Tailandia, Japón, Hong Kong y Australia. Orientarse en Ciudad del Cabo no es difícil ya que todas las calles están bien señalizadas y hay paneles con información en todas partes.
Hace quince años ilustré una guía de Sudáfrica para Viajar e hice un reportaje sobre el Rovos Rail para National Geographic. Con ambos recorrí todo del país, de manera que mientras conduzco al hotel juego a averiguar si algo ha cambiado. Los guetos continúan ahí, pero ahora las casas están pintadas de alegres colores, con una antena parabólica y un depósito de agua en el techo[1]. Entre las aplicaciones del móvil y la telebasura la gente no tiene tiempo de pensar en la revolución, como cuando se enfrentaron al apartheid hasta 1992. Enfrascado en estas consideraciones me detengo en un amplio arcén de la autopista y ensayo una foto que al final no hago. Entro en el coche y prosigo mi conducción. El siguiente rótulo alerta “¡Atención! No detenerse. Zona con alto riesgo de delincuencia”. Habrá que ver por dónde me muevo.
[1] Una vez has pasado el aeropuerto, en dirección opuesta, se acaban los colores y las viviendas son de pura hojalata. De ahí el nombre de “bidonvilles” con que se les designa en francés.
Entre mis prioridades está fotografiar el Victoria Waterfront y enseguida pregunto en el hotel si es posible llegar en un paseo, pero me aconsejan que tome un taxi.
-“Si regresa de noche hay un par de calles inseguras” –dice el recepcionista.
Al final opto por desplazarme con mi propio vehículo y cuando por fin llego a uno de los puertos más fotogénicos de Sudáfrica se me disipa cualquier temor. Está repleto de gente divirtiéndose y la tarde se mantiene magnífica. La música me invade los sentidos y despierta mi alma africana, los artistas callejeros hacen su trabajo y el muelle continúa como antaño.
Pero aparte de la gente lo que siempre me ha gustado de este lugar es su preciosa torre del reloj, situada cerca de un puente que se eleva cuando pasa una embarcación de gran calado. Las gaviotas vuelan azuzadas por el olor a comida e intento que creen un contrapunto a la silueta que encuadro en primer plano para fotografiar la torre, pero cuando aprieto el disparador las gaviotas, si pasan por la zona que me interesa, a menudo aparecen con las alas en una posición poco atractiva.
La solución es el sistema Pro Capture de la E-M1 Mark II con el que es casi imposible fallar. Cuando pulso el disparador la cámara almacena los 14 fotogramas anteriores en alta resolución o incluso puede recopilar 99 fotogramas adicionales. Con estas facilidades es un juego de niños fotografiar las gaviotas en su sitio, si bien es verdad que luego pasé un buen rato borrando imágenes que no necesitaba de la tarjeta.
En el camino me he detenido en otro lugar que me gusta de Ciudad del Cabo, el Company Gardens, dado que no voy a tener tiempo para disfrutar de los extraordinarios jardines de Kirtenbosh. Me divierten las ardillas correteando en este pulmón verde que divide la ciudad y que además contiene buenos museos. Sus evoluciones me dan la oportunidad de poner a prueba el enfoque continuo porque se desplazan a una velocidad endiablada.
No ha sido un mal inicio para recuperar mis recuerdos de Ciudad del Cabo. He viajado toda la noche y los próximos días tendré que levantarme muy temprano porque el pronóstico del tiempo es malo para más adelante y quiero aprovechar los cielos azules. Descargo las fotos al ordenador estirado en la cama y lo siguiente que recuerdo es el despertador alertándome que me espera un día movido. Más que las ardillas correteando en el Company Gardens.
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Que bonito lugar. Me encanta la fotografía de la ardilla.