Son las siete y media de la mañana y discretas misas tienen lugar en las capillas de San Pedro. Me gusta llegar temprano a los lugares de culto porque encuentro a los verdaderos feligreses, los que sienten la fe, no importa de la religión que sea. De vez en cuando el sol penetra por los ventanales y propicia juegos de luz que me recuerdan a los de la Sagrada Familia de Barcelona. Utilizo el 14 mm f/2 que suele difuminar las altas luces muy intensas y me gusta el efecto que proporciona. Un par de religiosas se interponen en mi composición, pero como no me llevo la cámara al ojo pasan apenas se inmutan. Me encanta trabajar de esta manera. A lo lejos está el baldaquino. Bernini lo acicaló con el cobre del Panteón del emperador Agripa. El papa Urbano VIII había ordenado su fundición y un anónimo dejó escrito en el Pasquino: “Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”, la familia de la que provenía el pontífice.
La basílica está vacía. Me encamino hacia el altar cuando un encargado me barra el paso.
–Hoy no se puede visitar hasta las doce. Hay una misa privada y el acceso está restringido.
–Pero yo he venido desde España y me gustaría ir a misa –asevero con la esperanza de que mi declaración de fe le conmueva. Me mira sorprendido ante un argumento tan peregrino. Representantes de casi todas las nacionalidades visitan todos los días el Vaticano. Quince millones de turistas al año. Cifras abrumadoras para este pequeño Estado poco mayor que un portaviones.
El oficio privado reúne unas seis mil personas, casi todos adolescentes. Descarto la idea de colarme porque con buen juicio preveo que mi barba tiznada de blanco me delataría. Cuando surge un imprevisto, una circunstancia frecuente en los viajes, y más en un periplo fotográfico, la primera reacción suele ser frustrante, pero conviene una reprogramación. De entrada, sin visitantes, San Pedro presenta un aspecto inédito. No hay mal que por bien no venga.
Y como una de mis estrategias es no tener prisa, decido quedarme para ver, no solo la misa, sino el comportamiento de los visitantes que hacen cola afuera. El empleado, viendo que no desisto, intenta animarme:
– “Tiene suerte, dentro de un rato vendrá un grupo de españoles y en la capilla que tiene a su lado se oficiará una pequeña misa en español. Ahí sí que puede acceder”. La miro y descubro bajo el altar el cuerpo incorrupto de Pio X [1].
1] Si fuera egipcio lo llamaríamos momia
Me asomo a la plaza y veo que la multitud ya es kilométrica. Cada persona se tiene que despojar de todos los objetos metálicos antes de acceder a San Pedro, como en el control de un aeropuerto. Mi grupo tardará un buen rato. Hora y media después de lo previsto los feligreses de la Parroquia de los Desamparados de Elche celebran su misa privada en la Capilla de la Preservación de la Virgen. El sacerdote es español y como por campechanía no queda al finalizar el oficio deciden hacerse una foto de grupo.
Un empleado del Vaticano acude corriendo, con los ojos fuera de las órbitas:
-“¡Por Dios, padre, en el altar no!”. Le están dando la espalda y más a San Pio X. Los feligreses abandonan en desbandada el recinto sagrado y me dedico a documentar las actividades de los restantes turistas. Empieza la misa y mis conclusiones es que un 0,001 por ciento reza y el resto, o toma selfies, o fotografía los tesoros del Vaticano, lo que requiere dedicación. Se dice que si empleáramos un minuto por cada una de sus obras artísticas, tardaríamos cuatro años para verlo todo, pero la mayoría apreciarán la basílica de San Pedro desde la pantalla de su móvil.
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