Las nubes se desgarran y de repente surge una vegetación densa, quizás la isla de Lantau, el avión planea con suavidad y sortea las montañas hasta posarse con delicadeza sobre la bahía de Hong Kong. Es la cuarta vez que visito este territorio de China y en mi camino al hotel parece que todo continúa igual. Según adonde miras, amplios espacios naturales alternan con bloques de edificios deslustrados por el paso del tiempo y por la humedad. También veo grúas, contenedores, nudos de carretera y numerosas centrales de reparto.
Después de la exquisita amabilidad japonesa el cambio cultural es patente. La gente en China habla más alto, es más brusca y en las grandes urbes, como sucede en tantos países, no se andan con remilgos. Se trata de que compres y si no tampoco hay mucho más que hablar. Recuerdo mis primeros encuentros con los chinos en Catar y Sudáfrica, pero ahora estoy en su casa. Me gusta China a pesar de todo.
Busco alojamiento en Mody Road, a unos cinco minutos del paseo de Tsim Sha Tsui, donde los visitantes y los fotógrafos locales hacen piña para inmortalizar el atardecer. Mi hotel tiene vistas sobre la bahía y todavía estoy deshaciendo la maleta cuando el reloj indica que son las ocho, la hora del intercambio de rayos láser entre los colosos del Skyline. No es para quemar cohetes pero acepto el espectáculo como una bienvenida.
Hong Kong es uno de los lugares del mundo más populares entre los fotógrafos, entre otras cosas por los precios de sus productos electrónicos. A veces están usados, siquiera por unas pocas horas, porque sus caprichosos dueños han decidido cambiarlos por un modelo más actual. Pasa con los teléfonos y con el material fotográfico. Opto por explorar los alrededores de la Hollywood Plaza y la calle Sai Yeung Choi y me sumerjo entre carteles luminosos para ojear de paso las novedades tecnológicas.
Cuando miro a través de la cámara confirmo una vez más lo complicado que es componer, porque cada color e intensidad reclaman su propio espacio en el encuadre. Me rodea un bosque de anuncios chillones con aparadores en su base que invitan a entrar y a consumir. En estos casos es importante fotografiar durante la hora azul. Son quince o veinte minutos que no paro buscando el equilibrio entre la luz artificial, el cielo y las personas que transcurren a toda prisa. En algunos casos uso su silueta y en otros busco a los vendedores parados en la puerta del establecimiento a la búsqueda de clientes. Sin apuntarles, a la E-M1 Mark II programo el área de enfoque, toco el respaldo con el dedo y obtengo más espontaneidad.
Aprovecho un nuevo atardecer para rendirle un tributo al orgulloso “Skyline”, pero esta vez no desde mi hotel, sino junto al mar, en el paseo de Tsim Sha Tsui. El espectáculo es la propia gente amontonada para fotografiar una puesta de sol incierta bajo un cielo encapotado. En fotografía es fundamental prever y obrar en consecuencia.
Mientras tanto las barcazas surcan la bahía entre la isla de Hong Kong y Kowloon como luciérnagas sobre el agua. Yo busco una pieza mayor, el junco de ostentosas velas escarlatas que observé desde mi ventana la primera noche. Tengo anotado que atraca a las siete y media en el muelle de Tsim Sha Tsui y aguardo con paciencia. La hora azul ya pasó y aunque es noche cerrada incluiré los rascacielos en el fondo en la composición. Calculo la maniobra que efectuará el barco cuando se desplace hacia la otra orilla y apuesto por una de mis tres ópticas, el 17 mm f/1.8 para variar. Todo a punto cuando por fin el velero se marcha. Los reflejos y los anuncios luminosos del fondo pueden estropear la foto y solo durante un instante estará todo en equilibrio. Se trata de un juego parecido a tomar fotos en la zona comercial, pero ahora con un primer plano en movimiento. Espero que el barco navegue por la ubicación idónea y oprimo el disparador. Miro alrededor y confirmo que muchos de los fotógrafos se han ido, decepcionados, porque no hubo puesta de sol. Los más optimistas han activado el flash para iluminar los rascacielos, que están más o menos a un kilómetro de distancia.
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