Manhattan me recibe con un tiempo otoñal de la peor estofa, aunque ya es primavera, y los pronósticos del Time Out que invitaban a aprovechar el puente de tres días en la playa se desvanecen y de repente la ciudad se torna gris y ruidosa, sin mucho más que aportar que paseos por su cuadrícula de avenidas para ver si se materializa la oportunidad de tomar fotos. Tatareo un éxito de Jim Croce, el inolvidable cantautor norteamericano al que justo cuando le llegó el reconocimiento un accidente de aviación sesgó su vida y su talento: “Cause I know that I gotta get out of here / I’m so alone / Don’t you know that I gotta get out of here / ‘Cause, New York’s not my home”. Me ajusto el abrigo y salgo a ver qué pasa.
Desde mi última visita en septiembre del año pasado tengo la impresión que en Nueva York el azúcar ha hecho estragos. En contraste con las personas que muestran un aspecto saludable tras mi periplo por el mundo veo a la gente terriblemente gruesa en los Estados Unidos. Los intereses de las multinacionales del azúcar, una sustancia presente en todos los alimentos, han ganado su particular batalla en este país.
También hay andamios por todas partes, se diría que Manhattan está en reconstrucción. Decido visitar algunos lugares míticos como, por ejemplo, la esquina de Lesington Avenue con la calle 52 donde está el famoso respiradero que levantó la falda blanca de Marilyn Monroe. Ni rastro, ni siquiera una placa. Cerca de mi residencia, la misma a la que fui hace treinta años cuando visité Nueva York por primera vez aunque ahora ha cambiado el nombre, se encuentra el Hotel Chelsea, inmortalizado por Leonard Cohen en una canción melancólica que narra la historia de amor de una sola noche con Janes Joplin: “I remember you well in the Chelsea Hotel, You were talking so brave and so sweet…”. Nada nuevo. Los bajos del edificio están amagados por una jungla de andamiajes, pero encuentro una Marilyn tocando la guitarra en la tienda de música que está justo al lado. Historias que se entrelazan de Nueva York.
Por otra parte parece que hay una convención de vagabundos y de personas con evidente deterioro mental. No hay manzana en el centro de Manhattan que no haya sido colonizada por un “homeless”, muchos de raza negra aunque también blancos relativamente jóvenes. Estos, aparte del color de la piel, se diferencian de los afroamericanos en que solicitan ayuda con las razones más peregrinas y cuatro garabatos escritos en un cartón: “Quiero ver a mi mamá”, “Quiero regresar a casa”, “Estoy embarazada…” pero todos exteriorizan un desapasionamiento y una tristeza que ratifica que han sido los perdedores en el país del triunfo. Curiosamente jamás he visto a un oriental en estas condiciones en los Estados Unidos.
Me propongo evitar testimonios gráficos de estos desahuciados porque bastante desgracia padecen para encima ser objeto de mi cámara, hasta que entro en el metro y me encuentro a uno refugiándose en el vagón. Una puesta en escena que transmite la miseria que supura de una sociedad tan competitiva como la norteamericana, que por ende es un modelo a imitar por tantos países. Quizás nos estamos volviendo todos locos puntuando continuamente lo que hacen los demás o exhibiendo un estatus a partir del número de seguidores en las redes. Cada vez hay más depresiones y otras enfermedades mentales en las sociedades tan competitivas.
El mismo metro me lleva también al ombligo del mundo, Times Square, con su publicidad apabullante, sus chimeneas y sus hispanos disfrazados de Micky Mouse, de Spiderman, de la Cosa, de soldados de la Guerra de las Galaxias, del Monstruo Come-Galletas o de Estatuas de la Libertad, aunque encuentro a faltar a otros que posan casi desnudos, como el Naked Cow Boy y la Chica Americana. Cuando los figurantes se retiran y se cambian de ropa en la intimidad del desocupado teatro Minskoff les pregunto por ellos para saber si les echaron.
-“No, señor, nomás que hace frío y no vienen, no se preocupe” –me contesta el que parece liderar el cotarro.
Salgo a dar un paseo final para despedirme de Times Square y junto a una guarnición de la policía observo un negro con un pitillo en la mano que propone encuentros sexuales rodeado de media docena de carteles: “Sexo-terapia para mujeres de todas las edades, entre 8 y 80 años” dice el que tiene más cerca. Es Nueva York, donde todo puede suceder.
Deja una respuesta