Siempre me he preguntado para qué sirven las Naciones Unidas. A veces, en las grandes tragedias internacionales, cuando algunos países invaden o bombardean al vecino, a propósito de las hambrunas letales que azotan determinados territorios o en las interminables marañas de intereses que protagonizan las guerras en Oriente Medio y África uno espera –o por lo menos desea- que los cascos azules se interpongan para conseguir la paz tras un principio de acuerdo entre los contendientes. Pero aparentemente las cosas apenas cambian.
Y eso sin mencionar las resoluciones de “obligado cumplimiento” que no se cumplen, o las buenas intenciones que deberían unir a la humanidad, como combatir el cambio climático o unas políticas coherentes de preservación de los Océanos, cuyo consenso, habida cuenta los intereses de cada país, es muy difícil. Consigo una visita privada aunque no muy larga y aprovecho para tomar fotos y plantear algunas cuestiones a Carlos López Ortiz, un gran amigo con el que compartí mi primera vuelta al mundo “oficial” en el año 1999 y que ahora trabaja ejerciendo funciones diplomáticas en la ONU.
-“¿Para qué sirven las Naciones Unidas si cinco naciones disponen de un derecho de veto que afecta a 193 países y pueden paralizar cualquier iniciativa que no les convenga?” –pregunto.
-“Es una continua partida de ajedrez la que se libra en el Consejo de Seguridad entre esos cinco países que, no olvidemos, representan el 90% de la economía mundial” –me responde Carlos.
Y entiendo que los acuerdos, aunque mínimos, siempre son mejores que ninguno, lo que en el mundo de la diplomacia es importante. Sin los pactos de la ONU los intereses económicos de cada país podrían optar por la ley del más fuerte y con toda seguridad se dispararía todavía más la carrera armamentista, como ha pasado durante la historia de la humanidad hasta que se fundó este organismo decisorio cuya función es aportar un cierto diálogo y aplicar sanciones internacionales a los países que no respetan la independencia de los demás. Por lo menos estos son los fundamentos.
Sería la lucha del tiburón contra los pececillos, un mundo donde los fuertes se comerían a los débiles. “La ONU es necesaria. No ha servido para crear el paraíso, pero sí para evitar el infierno” –proclamó el que fue su secretario general Dag Hammarskjold, muerto en extrañas circunstancias en 1961, durante el octavo año de su mandato.
Entro en la Sala del Consejo de Seguridad y encuentro reunidos a sus integrantes, pero la vigilante me recuerda que no se pueden tomar fotos. Podría haberlo intentado aprovechando las características de la E-M1 Mark II, pero en mi último día en Nueva York no quiero provocar un conflicto internacional y me limito a fotografiar desde fuera lo que se me ha negado desde dentro.
En el interior de Naciones Unidas hay atrios inmensos, bustos, estatuas y otras obras de arte que provienen de diferentes países. También pasillos y cientos de despachos donde se negocia con discreción y exposiciones que denuncian el armamento que destruye a nuestra gente, a nuestra sociedad y a nuestros fundamentos. Solo un dato, en el último lustro el comercio mundial de armas creció un 10%. Los países que lideran estas estadísticas son los que están en el Consejo de Seguridad de la ONU, seguidos de España e Israel. Más de 20.000 niños han muerto solamente en Siria en los últimos siete años por estas causas. Desde el edificio principal Nueva York parece una extraña colonia alienígena construida por unas termitas gigantescas que somos nosotros.
Me atrae especialmente la simbología de una estatua de Santa Agnés rescatada de las ruinas de la catedral Urakami Tenshudo de Nagasaki, devastada en 1945, con un hongo atómico detrás. También la pistola con un nudo en el cañón, regalo de Luxemburgo y próxima a los controles de la entrada en el momento que un atareado funcionario parece huir de algo o de alguien.
Tras la visita concluyo que cinco países tienen la sartén por el mango y que los otros diez que eventualmente ocupan el Consejo General modulan con los grandes su propia política y se posicionan de una manera similar a los pasajeros que ocupan un lugar en la cubierta en consonancia con el movimiento del barco y de sus propios intereses.
-“No puede haber nunca un “no” definitivo entre los cinco grandes del Consejo de Seguridad. Están obligados a ponerse de acuerdo porque ceder en algún asunto que no concierne demasiado a lo que podríamos denominar su zona de influencia, comporta que en el futuro el rival apoye una resolución en circunstancias similares” –comenta Carlos López.
En un escenario como este se dilucida, se discuten y se llega a pactos también sobre las batallas del siglo XXI, las que podríamos llamar “guerras proxy” que dos países libran en un tercer territorio. Por ejemplo en Siria, donde Arabia Saudita e Irán apoyan a guerrillas locales que a su vez combaten por los intereses de las potencias rivales, entre otras cosas, por motivos religiosos.
Barak Obama, por ilustrar estas intrigas con un ejemplo, culminó durante su mandato un acuerdo nuclear con Irán para disminuir la dependencia del petróleo estadounidense de una nación con un régimen despótico como Arabia Saudita. En una política destinada a controlar los recursos energéticos los saudíes pactaron con Israel, el aliado natural de Estados Unidos en la zona. Por eso, para mostrar abiertamente los cambios de la política norteamericana tras las elecciones de 2017, el primer viaje del presidente Trump fue precisamente a Arabia y ahora Irán vuelve a ser el malo de la película. Eso y muchas cosas más se dilucidan en la ONU.
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