Me gusta ver la salida del sol sobre la playa y por esta razón siempre que regreso a Rio procuro acogerme a alguna oferta del Arena Copacabana. Despertarme y contemplar el Paseo Atlántico a mis pies es como percibir el ritmo de la ciudad desde una conexión neuronal remota. Amanece despejado pero enseguida se encapota, el mar está embravecido y solo una pequeña tregua en el cielo durante la última tarde de mi estancia permite que se acerquen a la orilla unos pocos bañistas con la osadía necesaria para desafiar a las olas sin alejarse de la orilla, al revés que los windsurfistas que están encantados de la vida.
Entonces me pregunto ¿Es preciso fotografiar la playa siempre con un tiempo espléndido? Como decía Garry Winogrand, no hay temas menores, sino fotógrafos menores. Uno tiene su propio orgullo (todo sea dicho, no muy abultado) y juego a tomarle la palabra para ver qué soy capaz de preparar entre visitas a comunidades religiosas, ascensiones al Corcovado y al Pan de Azúcar, chiringos musicales y otras vainas. Me animo con la primera foto que he tomado a los pocos minutos de pisar la playa de Ipanema en un día nublado, mientras escucho de mi amiga Giönia Belmonte la máxima que me suelen decir cada vez que hace un tiempo de perros y llego a un lugar para tomar fotos:
-“La semana pasada lucía un sol espléndido”. En efecto, el pronóstico indica que la perturbación coincide con mi estancia, pero si bien antes me agobiaban estas noticias, ahora espero acontecimientos a ver qué pasa y, sobretodo, barrunto qué es lo que puedo hacer.
Fotografío la salida del sol desde mi ventana con algunas neblinas matinales y enseguida bajo a la playa. Ciclistas, corredores y deportistas madrugadores invaden la arena, pero cuando realmente disfruto es recorriendo el paseo marítimo, el gran cinturón que hermana Ipanema y Copacabana con las otras playas. La actividad no cesa en cada metro cuadrado aunque varía con la hora del día. En verano debe ser impresionante.
El atardecer me permite practicar el contraluz y aprovecho los rayos de un sol tímido que se filtra entre los edificios para captar las siluetas de los bañistas con el 45 mm, me divierto fotografiando las garotas de arena y otras estatuas convencionales que los imaginativos cariocas preparan para cobrar alguna propina de los paseantes, asisto a competiciones deportivas, observo a la gente con sus perros y recuerdo los locales de Tokio con sus adeptos a las mascotas.
Más tarde la noche se adueña del Paseo Atlántico y un cielo azul profundo y una oportuna bajada de la temperatura favorece la aparición de dos tipos diferentes de fauna, los deportistas y los que se sientan a tomar una caipiriña. La “Happy Hour” puede ser larga en Rio de Janeiro.
Por la noche gracias a las prestaciones de la Olympus OM-1 descubro un mundo de parejas que susurran palabras de amor en la oscuridad, aunque prefiero no fotografiarlas, de deportistas que practican el frescobol y entablo conversación con los vendedores que exhiben su mercancía a los cariocas que antes de la cena deciden caminar, pasear en bicicleta o encontrarse con los amigos en estas playas tan mediáticas. Mi conclusión es que Gary Winogrand tenía razón. Hay mucho que fotografiar a pesar del mal tiempo, pero mañana temprano vuelo a los Estados Unidos y no dispongo de horas.
Voy a dormir entrada la madrugada y al amanecer, antes de cerrar el equipaje, abro la ventana y un día radiante me recibe. Ya se sabe, la ley de Murphy, pero creo que incluso con mal tiempo mi estancia en Rio de Janeiro ha sido productiva. Es lo que tiene visitar lugares míticos.
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