Uno de los regalos que la aviación otorga al pasajero que visita Chile es la excepcional panorámica de los Andes nevados. El azul profundo del cielo contrasta con el ala y con el blanco de las montañas desde la ventanilla polarizada del aeroplano. El truco para evitarla cuando deseas tomar fotos es conseguir un asiento delantero (reservados a las clases más acaudaladas) o del final, por lo general más incómodos.
En Brasil renuevo mi admiración por la familiaridad de trato entre las personas. No se conocen, pero salvo motivos extraordinarios el tono y los modales suelen ser naturales y relajados, como el que se dirige a un amigo o a un vecino de toda la vida. El taxista me da conversación y habla de la crisis política y de la corrupción que azota el país tras las Olimpiadas y el Mundial de fútbol:
-“Van a acabar con lo único que todos tenemos en esta tierra, que es el buen humor”. Y el humor me recibe en forma de cenicero sobre la mesita de noche del hotel. Las vistas a la playa son espectaculares, me lo voy a pasar bien en Brasil.
Hay ciudades donde los tópicos no pueden obviarse y Rio es un ejemplo. Imposible una parada para continuar con el proyecto CIRCUM renunciando a rituales forjados con el paso de los años como desayunar o almorzar en la Confitería Colombo, un establecimiento de 1894 con una atmósfera extraordinaria y un chocolate a prueba de paladares rigurosos o comer en la churrasquería Palace una batería de pinchos con carnes y pescado, el popular rodizio.
Y claro, con el estómago satisfecho, luego vienen los remordimientos. Tengo que expiar mis pecados y la penitencia que me impongo es subir al Pan de Azúcar y al Corcovado, en transporte público, naturalmente. También visitar lugares ligados al deporte, aunque en este caso como no coincido con partido en Maracaná fotografío los impresionantes murales del brasileño Eduardo Kobra en el Boulevard Olímpico. Penitencias más bien suaves, diría yo. Llueve y el paraguas rojo en el que se cobijan dos muchachas que pasean solas por los tres mil metros cuadrados de “Etnias” me viene bien que ni pintado para resaltar la magnificencia de la obra.
El tiempo está inestable en Rio, lo que presagia fotografías difíciles y quizás suspender la visita a los dos puntos esenciales de la ciudad desde un punto de vista turístico; pero después de tres décadas uno ya tiene oficio o si más no, conservo mi optimismo. Hace viento y pueden cambiar las condiciones ambientales en segundos, de manera que a pesar de que las nubes invaden la cima de los promontorios y cubren completamente el Cristo del Corcovado, ligeras neblinas aparecen por un instante y las aprovecho para enmarcar en ellas la cabina del teleférico y minutos más tarde me valgo de los resquicios de la hora azul para rematar la faena. La niebla, refulgente por las luces urbanas, resalta los perfiles de algunos cerros característicos en la fisonomía de Rio y es que el tópico es el tópico.
Al día siguiente llueve a cántaros, lo que es una buena noticia porque quizás el Cristo Redentor no quedará oculto en las nubes como ayer por la noche. El viento en la cumbre protagoniza mi visita al cerro del Corcovado en el Parque Nacional de Tijuca. La gente toma sus fotos y aprovecho sus siluetas para componer en la luz del anochecer, procurando que se superpongan lo menos posible.
Al final se va casi todo el mundo excepto dos adolescentes que practican el selfie desde todos los ángulos del mirador y algún despistado que espera el último tren. Miro al Redentor y le reclamo el milagro de cada día, me tiene mal acostumbrado. De repente el cielo se aclara y aparece un padre con una camiseta encarnada y su hija en brazos. Se fotografían, pero con la novedad de que la luz del móvil ilumina el rostro de los protagonistas.
Es el premio a casi dos horas de espera y soy el único que contempla este momento entrañable, capturado con una cámara como la E-M1 Mark II, capaz de fotografiar quedamente en estas condiciones y garantizar los resultados. No todos los días visito una de las ocho maravillas del mundo. Creo que repetiré en el rodizio.
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