Conocí Roma trabajando para la National Geographic. Cuando recibí el encargo, tras fotografiar Nápoles y Sicilia, quedé preocupado. Conocía sus multitudes y no veía cómo abordar una ciudad tan visitada sin el agobio de que trescientas personas como mínimo estén alrededor para fotografiar lo mismo. Mi mujer dio una vez más en el clavo:
-“No te preocupes, seguro que a las horas que irás las multitudes estarán en la cama, entretenidos en el bufé del desayuno o haciendo cola para cenar…”.
Y acertó de pleno. No solo visité Roma con las luces maravillosas del crepúsculo y del amanecer, aprovechando las horas de sol altas para fotografiar interiores, sino que con la ayuda de mi amigo Dario Fattelo, que como todos los romanos de casta adoran y odian su ciudad -aunque prevalece lo primero- me mostró una ciudad desconocida. A veces a pocos metros de los enjambres de visitantes como es el caso, por ejemplo, de este patio a un minuto del popular Campo di Fiori que una vez inmortalizó Steve Mc Curry
Siempre que visito la ciudad mi amigo romano comparte sus últimos descubrimientos. En esta ocasión atravesamos juntos una discreta puerta para admirar una colección de piezas históricas esparcidas en un patio, algunas quizás con más de dos mil años de antigüedad, entre las que destaca una fuente y una bañera donde guardan una fregona.
-“Así es Roma, una sorpresa en cada edificio. Haces un agujero y aparecen catacumbas” –se explaya Dario.
Tras probar los mejores cornettos que he degustado nunca en la pastelería Roscioli me conduce a un pasaje perdido con dos puertas. Según la tradición –explica- la Via de Gubbonari era la ruta hacia el cielo, pero hombres y mujeres utilizaban su propio camino.
En mis paseos solitarios vuelvo a lugares que conozco pero que no suelen aparecer en las guías. Me fascina la figura de la muerte, en Santa Maria del Popolo y, como fotógrafo, no puedo evitar encuadrarla junto al bolso de una bella italiana que (y por eso sé que es italiana) viste con la moda más actual. Se trata de llegar más lejos que la mera reproducción de lo que está delante.
Mis pasos me encaminan ahora a la bodega Angelini, situada frente al Teatro dell’Opera, donde se exhiben botellas de vino etiquetadas con la imagen de políticos y dictadores. Los reflejos se notan sobre los vidrios del escaparate pero, al acercarme, mi propia sombra ejerce de pantalla protectora y consigo la luz difusa necesaria para realzar algunos rostros abominables.
Y el secreto mejor guardado es una visita a uno de mis museos preferidos, el de Hendrik Christian Andersen, un noruego que vivió en Rhode Island y se asentó después en Roma. Doscientas esculturas, la mayoría de gran tamaño -y la gratuidad de la entrada- es un estímulo para cualquier fotógrafo. La luz tamizada que procedente de los grandes ventanales, los volúmenes de unas creaciones destinadas a decorar una ciudad utópica que denominó “World City” y la amabilidad de sus empleados me invita a hacer ejercicios de composición a este caserón histórico diseñado por el propio Andersen en la Via Mancini, cerca de la Piaza del Popolo.
-“Apenas viene nadie” –comentan abatidos sus empleados. Y tienen motivo para ver el futuro negro entre tanta escultura blanca. No llega el dinero del Ministerio de Cultura y hace meses que no cobran la paga. Todo es posible en la ciudad de las siete colinas.
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