Tras dieciséis horas de vuelo desde Sídney un aguanieve excepcional me espera en Santiago. Llueve y el día invita a pasear por las calles, rodeado de paraguas de colores tan mortecinos como el cielo. Me dirijo al barrio de Yungai, que todavía mantiene su arquitectura de toda la vida y donde sus vecinos se oponen a que se derriben las viejas casonas para transmutarlas en rascacielos y ahí encuentro a “Milenka Shop”, un pobre de solemnidad abrazado a una virgen troceada que se interpone en mi foto desafiante, tan frágil como la figura que sostiene.
La noche anterior he cenado en el restaurante Liguria con Carlos Borlone y con su mujer Alejandra Valdovinos, asistente social. Cuando hablamos de Chile, el país que encabeza el ranking de los países más ricos de la región, me vienen a la mente mis viajes por Haití, la nación más pobre de América y quizás en la cola del mundo. Alejandra me explica que existe un barrio en Santiago con una considerable población de haitianos que malviven en condiciones precarias.
El hombre es un lobo para sus congéneres –decían los romanos- y con los desamparados emigrantes se revelan los peores y los más loables instintos. Sucede cerca de mi casa en Banyoles y también en Santiago. Cuando los pobres acuden a recoger las sobras de la casa del rico, una fauna de infames se lucra albergando a familias enteras en cuchitriles a precio de chalet marbellí. Pero también hay instituciones estatales en Chile, como el Jardín de Infancia “Nuestro Mundo” en el barrio de Estación Central, donde se acoge a los pequeños sin interrogar a los padres sobre su situación económica. Gracias a un contacto de Alejandra accedo a su directora, Marlene Pacheco.
-“En 2010 recibimos al primer niño haitiano y desde entonces vamos al alza. De los 68 niños que tenemos, 47 proceden de ahí. Al acogerlos liberamos a sus padres durante unas horas para que se puedan ganar la vida sin dejarlos abandonados. Son niños muy vulnerables y con su integración conseguimos, entre otras cosas, un enriquecimiento cultural y la aceptación de que hay otras razas en este planeta” –me explica.
De repente –y estos sucesos inesperados son importantes en fotografía- aparece una joven mujer con una bicicleta y un remolque para recoger a dos de sus hijos.
La historia de Erania François es bien triste. Tiene 29 años y cuatro retoños. Su marido lleva dos meses sin trabajo y cuando además de resolver todas las labores de la casa intentó vender verduras en el mercado le robaron unos desaprensivos. Vino a Chile con toda la prole siguiendo a su marido y añora su familia y a su gente de Cape Haitien.
-“Aquí paso hambre –explica- lo que nunca me sucedió en Haití. Vivimos nueve familias y treinta personas amontonadas en piezas por las que pagamos 250.000 pesos (333 euros) cuando el sueldo de mi marido como albañil era de 280.000 pesos (373 euros). No sé cómo saldremos adelante”.
Con 40 euros malviven todo el mes Erania, su pareja y sus cuatro hijos. No es extraño que intente ganar algunos pesos en un mercado donde los municipales le obligaron a irse. Le ruego que me muestre su habitáculo y tomo una foto. La niña se niega a aparecer y el marido se ha marchado. Como siempre, no se molesta en informar ni adónde va, ni lo que hace.
Cuando me voy la hija de Erania, la que tiene vergüenza de posar en la pieza familiar, se acerca la directora del Jardín de Infancia, y ya en la calle me dice:
-“Por favor, ¿le importaría hacerme una foto con Marlene?”. Y se deja abrazar con la ternura que solo una niña necesitada y desnutrida puede expresar.
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