Sídney es una ciudad concebida para ser agradable y eso exige que las zonas turísticas estén bien delimitadas. Los lugares aconsejados por las guías están abarrotados de tiendas de recuerdos, terrazas, hoteles, restaurantes, cafés o museos, que recuerdan a barrios muy similares de otras ciudades con una nutrida afluencia de visitantes. Pero como esta es la vuelta al mundo de un fotógrafo reviso una y otra vez mapas, investigo en internet, pido opinión a personas que localizo con ayuda de las redes y al final decido irme a la Luna.
Es domingo y doy por sentado que habrá gente en el Luna Park, patrimonio del Estado con una historia truculenta y una estética fiel a los años en que se construyó durante la década de los treinta del siglo pasado.
La Luna abrió sus puertas a los pies del Puente de Sídney en 1935 hasta que a mediados de 1979 un incendio en el Tren Fantasma acabó con la vida de seis niños y un adulto. Nueve años más tarde una inspección determinó que no reunía la seguridad necesaria y el parque acabó en manos de otro consorcio que lo abriría de nuevo en 1995… para cerrarlo trece meses después por las demandas de los vecinos enojados con el estruendo de la montaña rusa. Las restricciones del gobierno fueron tan taxativas que el parque quebró, aunque al final el 2004 el Luna Park volvió a acoger visitantes y así hasta ahora.
Mis expectativas han fallado. Llueve, el tiempo está incierto, hay cuatro gatos y experimento un fenómeno desconocido para mí hasta ahora… la gente apenas toma fotos por las calles de Sídney. De manera que cuando intento captar la diversión de las familias, o fotografío en cualquier lugar, enseguida percibo rostros extrañados. Revisando las imágenes confirmo que a menudo alguien me observa y en ocasiones con cara de pocos amigos. Toca cambio de estrategia.
La situación la achaco al tejido social. Como en Japón, aunque allí son más discretos y a menudo callan, algunas sociedades exigen –y no les faltan argumentos- que el fotógrafo debe pedir permiso antes de tomar una foto en la calle o en un acto público si hay personas. Por descontado que me parece muy adecuada esta actitud para un retrato, pero si el objetivo es documentar la vida cotidiana, el tema se vuelve controvertido. Me planteo esta reflexión: “Hay una gran festividad en alguna parte. La gente baila, canta, disfruta, se hace selfies y un visitante que observa el evento decide tomar fotos. ¿Qué debe hacer? ¿Alquilar un equipo de megafonía y pedirle a las personas que paren la fiesta y se pongan en cola para firmar una autorización antes de continuar (ciñéndose a la legislación) o limitarse a tomar retratos consentidos?”.
Los hay que anteponen el irrenunciable derecho sobre la propia imagen a cualquier fotografía callejera. En un mundo con estas premisas cualquier situación se debería fotografiar con modelos contratados para que todo fuera legal, aunque en este caso todo sería falso. Desde este punto de vista la mayoría de fotografías históricas, incluso muchas que han cambiado la historia del mundo, serían imputables a los ojos de la ley.
Por suerte hay sociedades en las que tomar fotografías se considera la confirmación de que todo está yendo sobre ruedas, sin darle más importancia, siempre que el fotógrafo actúe con educación y sentido común. Bajo mi percepción en estos entornos la gente suele ser feliz, aunque la felicidad también es un concepto que admite matices variados.
Pero no vivimos en un mundo perfecto y a la hora de la verdad me adapto a la sociedad que visito y procuro acatar sus normas. Tomo fotografías del Luna Park exentas de figuras humanas reconocibles, en una aproximación muy diferente a la que habría hecho, por ejemplo, en el parque de atracciones de Isla del Coco en La Habana.
Es una experiencia para mí captar la esencia del Luna Park a partir de detalles. Claro que alguna demostración de alegría, con discreción, también la busqué. Me encanta fotografiar el género humano y confío que nadie me denuncie
Al día siguiente encontré a una fotógrafa profesional de Sídney que tomaba fotos a la gente en la calle y vestía un chaleco fluorescente. No hay duda que estoy en una sociedad muy organizada donde raras veces un peatón cruza la calle con el semáforo en rojo, aunque no haya un solo vehículo a la redonda. Quizás un buen lugar para vivir.
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