Llego con algunas ideas preconcebidas, pero una vez en Tokio la realidad, la complejidad y la inmensidad superan mis expectativas si es que alguna vez las tuve. Este es un país donde fotografiar es fácil porque la gente es muy amable y casi nunca tienen un no, excepto en los establecimientos donde está prohibido, como en los Pachinko con sus máquinas de bolitas que se canjean por ositos, en los grandes almacenes o en las tiendas Perikura[1] para adolescentes. Lo que sucede cuando pides permiso, como exigen las normas, es que la gente posa haciendo una “V” con los dedos y si buscabas una escena natural no es lo que consigues. Miro a todas partes para ver qué me llama la atención. Es complicado porque en la ciudad hay de todo e interesante, pero percibo un detalle que no es como en la mayoría de lugares que conozco y es que aquí a los perros se les trata con auténtica veneración.
[1] De las que hablaré más adelante
De acuerdo con las estadísticas oficiales hace dos años vivían en Japón unos siete millones de perros, lo que tiene su mérito considerando la pequeñez de las viviendas, los gastos de mantenimiento de un animal en estas condiciones y sobre todo el horario laboral de un japonés medio, a menudo más allá de la plena dedicación a tiempo completo. Me viene a la mente el trabajo dedicado a los perros del que fue uno de mis maestros, Elliot Erwitt, y ligo cabos que el gran fotógrafo de Magnum estuvo viviendo en Japón. Y ahora encuentro una razón convincente para homenajearlo.
Algunos perros visten como muñecas y no solo tienen que padecer esta extravagancia sino que a veces también los pasean en carritos de muñecas. Deambulando por el parque de Saigohyama, o por el exclusivo barrio de Ginza y, en general, por cualquier rincón de Tokio, es fácil ver una pareja con un bulto en los brazos y no sabrías decir si se trata de un bebé o de una mascota hasta que estás encima.
Si no tienes un perro puedes alquilarlo por horas y pasear con él por el parque Yoyogi Koen, no muy lejos de “Dog Heart”, un establecimiento donde se encargan de este servicio o, si prefieres estar sentado rodeado de canes, pagas por periodos de media hora y listo.
Otra posibilidad es llevar a tu mascota a lavar y peinar en los numerosos establecimientos dedicados a ello. “Green Doc” es la meca de todo can que se precie de tener una familia pudiente y la exhibición de complementos de Louis Vuitton de sus amos lo corrobora, aunque de todo hay en la viña del Señor.
El culto al perro más venerado tiene lugar en un cruce de avenidas, famoso donde los haya. El “Scambled Cross” (o “cruce revuelto” como los huevos para desayunar, en una traducción muy mía) junto a la estación de Shibuya. Ahí está la estatua del perro de Hachiko, un macho marrón Akita Inu, la raza japonesa de las montañas septentrionales, que a lo largo de un año adquirió el hábito de esperar el tren en el que regresaba del trabajo el profesor Hidesaburo Ueno. Un ictus acabó inesperadamente con su vida lejos de casa, pero el perro siguió acudiendo todos los días durante nueve años a la misma hora en que llegaba el tren. Quizás esta nobleza justifica la pasión de los nipones -que también son leales- por los perros.
Si revisas los informes de la JPFA, la asociación japonesa de comida para mascotas, diez millones de gatos más o menos censados certifican un descenso de los tradicionales compañeros de toda la vida en favor de los felinos. Y por eso en Tokio hay varios Cat’s Cafés donde, pagando por el derecho de admisión y reservando hora si el local está lleno, puedes acariciar y hacerte los correspondientes selfies con gatos de las razas más peregrinas.
Como fotógrafo me centré en captar las reacciones de los usuarios que, en general, expresaban más sus emociones que los amantes de los perros. Quizás porque los canes son más movidos y los gatos, que suelen ser pillos, se dejan acariciar mejor.
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